La obsesión del pene enorme continúa haciendo de la suyas. Un problema que no es tal, pero que contribuye al sufrimiento

Si de problemas sexuales se trata, éste puede ganarse las palmas del interés más general. Definido, caracterizado, rodeado de piadosas falacias, propicia la confusión y atrae al retozón animalejo de la angustia.

Un 80% de la consulta sexológica corriente, un 85% de las cartas que reciben las revistas especializadas y un 90% de las interrogantes de los varones medianamente informados, caen en estos ámbitos en que un centímetro más es capital y trascendente.

Patética cuestión, delicado asunto, que, de cualquier modo, exige aclaraciones y meditaciones.

Tal vez la pregunta inicial sea “por qué?”, sobre todo al amparo de la fatalidad biológica que no ofrece otras salidas que la resignación. ¡Pero cuántos dramas están agazapados o a la vista en este fútil asunto!

La mitología popular, además, no se cansa de repetir las excelencias de los grandes tamaños. En las paredes de los baños, al igual que en las cavernas de los primitivos, la preocupación está a la vista, sin adornos, sin escamoteos. Abundan las frases pícaras, los gestos insultantes o regocijados de los que muestran, frente a frente, las palmas de las manos, la rezagante condición de un buen tamaño. E incluso algunos buenos chistes frankestenianos sobre trasplantes exitosos. Hasta en la turbia opción del desviado sexual, cabe su ejemplo vivo que aterra a damiselas pudibundas; en los parques y plazas, en un gesto que la práctica ha hecho rápido y ceremonial, el exhibicionista lucirá su primoroso símbolo. Para que recordar las competencias de los adolescentes o las leyendas pornográficas de varones abundantes o los primeros planos de las revistas triple X y del Internet demostrativos de una fauna especial de buscadores de talento con largas cintas de medir.

Mejor será, aunque las verdades científicas resultan insuficientes, retomar el problema, procurarse respuestas, dar un poco de luz a los que sufren.

Sin embargo, ¿dónde habrá de ubicarse entre tantas cuestiones, ésta tan esquiva y azarosa?

Posiblemente en el ámbito de las más remotas y, acaso, inexplicables obsesiones humanas; aunque eso aclararía muy poco. En un campo todavía misterioso, el hombre primitivo desglosa lo genital y, en seguida, lo glorifica: al falo le otorga la calidad de síntesis de su superioridad sobre las fuerzas de la naturaleza, a la vagina la de totalidad del mundo que empieza a conocer. Simbolismo obvio si se piensa en la genitalidad como algo mágico, como principio de fertilidad y sobre-vivencia y que, curiosamente, pareciera no privativo de lo humano.

Existe una especie de monos en que el simbolismo fálico se expresa con notable vigor; terminada una riña entre dos machos, el vencedor pasa su pene erecto sobre la cara del vencido. Para la especie humana, el recuerdo biológico se convierte en obsesión.

La cuestión del tamaño, un gran problema artificial

Esta, en el varón, se manifestará desde sus primeros símbolos y utensilios: la vara del patriarca, los ritos de iniciación, el cetro del rey, las estatuas de Príapo mostrando una erección; los fáscinum, penes metálicos, colgando del cuello de las matronas romanas; los menhires, la torre de Pisa, los obeliscos, los grandes edificios que nos trajo el progreso.

Tal habría sido el principio.

El Embrujo de la Contundencia

A despecho de las feministas que, a menudo, prefieren ignorar los senderos de la biología, un día muy temprano de la infancia varones y mujeres descubren sus diferencias. Nada de elaboraciones intelectuales o culturales, pura y simple observación directa que conduce a otro punto de partida, y, por qué no, a otra obsesión.

El padre del psicoanálisis, Freud, resumirá el desconcierto inicial con las nociones de envidia del pene y complejo de castración: la mujer anhela aquello que no tiene y el varón sufre la ansiedad de perderlo. La condición de ambos queda, en cualquier caso, marcada en ese instante traumático. El “vive la difference” de los franceses, se constituirá en el arma para conjugar esos miedos irresueltos, esos sombríos sentimientos de envidia o temerosa espera, grito sin más finalidad que identificarse en su condición, reconocerse en sus genitales, ser en suma.

También aquí la obsesión de alejarse de todo lo que pueda confundir con el sexo opuesto, por apartarse de eso que se comparte, de la bisexualidad fundamental. La envidia evoluciona hacia necesidad de diferencia, el temor a una constante reafirmación.

“El hombre es como su pene -ha dicho Stekel-. El pene es una imagen del hombre entero.” Mejor parece, empero, decir que el ser humano es como su genitalidad. Realmente su potencialidad de ser está en la cabal comprensión de ese primer atisbo diferenciador que explica además la razón del mito.

Quién haya visto las esculturas eróticas en los templos hindúes, observará que allí, junto con plasmarse toda una concepción del mundo, lo masculino y lo femenino son destacados desde la genitalidad. Los grandes tamaños son el centro mágico de donde fluye la posibilidad del orden universal, la unidad de los contrarios.

La cuestión del tamaño, un gran problema artificial

Podría, ciertamente, argüirse que un planteamiento semejante limita la vida humana, pues la mira sólo desde lo primario, desde la genitalidad, negando sus conquistas éticas y culturales. Pero esta argumentación es verdadera a medias: la invención del amor ha conseguido canalizar el instinto, sofrenarlo, injertarle en sus manifestaciones convenciones y normas, haciendo de él muchas veces algo sucio o abominable. Mas, en el momento en que los individuos se sacuden ese conjunto de agregados, cuando realmente pierden toda significación, la genitalidad recupera primacía, pene y vagina pasan a ser los únicos factores decisivos. Es embrujo de la contundencia que se ha de reflejar en la apremiante urgencia de la penetración y en la ávida respuesta de lo penetrado. “Sólo en el orgasmo es posible atisbar el infinito”, se ha dicho. Por lo mismo, aquí estará esa aparentemente inútil necesidad de sectorizar, de desglosar, de mantener en alto la bandera de lo que se es, tenazmente.

Las preferencias más particulares

Hubo tiempo en que los investigadores de la sexualidad procuraron la resolución de las angustias a través de la búsqueda de una respuesta general de preferencias y, por cierto, fracasaron en su intento. Sólo encontraron seres confundidos o ya definidos en una alternativa entre genitalidad y afecto.

Hay muchos modos de concebir papeles y objetivos. Si para unos lo sexual no es más que piel y orgasmo, para otros es comunicación, sentimiento y armonía. Están los que quieren la opulencia de la carne, la majestuosidad de los grandes tamaños, y los que se quedan en las tenues sutilezas del espíritu.

En términos puros, es posible que el varón sienta la necesidad de tener como rasgo distintivo algo más que un proyecto y la mujer prefiera lo grande a lo pequeño, no en vano ambos resultan de la misma experiencia biológica. Pero la realidad, por dura que sea, termina imponiéndose y generando, a la vez, fórmulas de adaptación. La técnica suple las carencias y el amor rellena las ansias ancestrales. Si esto no ocurre, sobreviene la catástrofe.

Pensemos nada más en un ejemplo: el de los homosexuales. La relación homosexual es preferentemente genital y, por lo mismo, da extremada importancia a esta cuestión de los tamaños.

“Al querer un hombre -dice Webster Cory- se siente seguro de haberlo hallado si los símbolos de la hombría son pronunciados, si incluso son exagerados.”

Y agrega no sin cierto cinismo: “Porque si el pene es tan bueno, entonces, cuanto más haya de él, mejor todavía.”.

Lamentable es que no hay tanto de él, y ha de suponerse que en esa persecución dificultosa quien pierde es el obseso. Sobre el punto, las estadísticas de la anatomía no son muy favorables para lo desmesurado, sino más bien para lo mediano, y muchas de estas relaciones, en consecuencia, irán de la mano con la frustración.

Los ejemplos pueden multiplicarse con idéntico corolario. De ahí que una posición racional debe intentar explicarse los mitos, sin que esa explicación conduzca al desconsuelo. Lo objetivo habrá de ser el encuentro con la diversidad humana, única medida de ganar convicciones.

¿Y cómo empezar?

Quizás desde algunos mitos que se agregan al mito oscureciéndolo.

Desmitificando el Mito

De molestarse alguien en revisar la telaraña en que se montan las distorsiones acerca de los tamaños, se sorprendería de su cantidad e insensatez. Entre la verdad y la mentira está la perplejidad del bobo que no atina a otra cosa que mirar bastante los escaparates. Ya se ha hecho clásica la consulta del que angustiado o fatuo preguntaba: “Creo que mi pene es demasiado pequeño pues mide tan sólo 17 cm. en estado de flacidez. ¿Hay algún método para aumentar su tamaño?“. O la inquietud de: “tengo 28 cm. y mi novia se queja.”

Problema no exclusivo de varones, sin embargo, ya que si en éstos la pequeñez aborta sus tranquilidades, en la mujer éste se teje desde la no menos obsesión interrogante que nace del tamaño de sus pechos o de sus canales reservados. También en este punto los dedicados a la sexología han pretendido promediar medidas y, por cierto, también han fracasado. “Hay más diversidad en las medidas y estructuras del pene que en la cara del hombre”, recuerda Williamson, y agrega: “Las diferencias de mujer a mujer se aprecian más fácilmente en los senos, pero son también extensivas al canal vaginal, sólo que no son visibles”.

Qué mejor comprobación que la distancia entre máximos y mínimos. Desde las máquinas “terroríficas” citadas por Jacubus y Dickinson de 30 y 35.6 centímetros hasta las insignificantes de menos de 5. En medio, toda una desconcertante y rica variedad que va de los 10 a los 20 y que no permite más que un principio de acuerdo respecto al promedio real (entre 13 y 16 centímetros en erección), Y en la mujer igual dificultad tratándose de diámetros y profundidades.

La cuestión del tamaño, un gran problema artificial

No obstante, el asunto carece de importancia, según se ha visto. Las buenas técnicas borran las diferencias y asignan al placer posibilidades por encima de estas minucias. Para los acomplejados, la comprobación de aquellos grandes falos -“macrofalos” los llaman- causan más perturbaciones que alegrías.

De las angustias sexuales del siglo 19, la de la superioridad fálica del negro se traslada a nuestro tiempo con la insidia de una bomba de tiempo, siempre caliente, luciendo un poco los parches del pretexto de cientifismo racista con que el sistema pretende asegurar la ciega sumisión de sus Tíos Toms fatigados.

El trasvasamiento del mito a los minidramas de miedo de las doncellas de Boston y Johannesburgo y sus progenitores grises no resulta difícil. He aquí la bestia fornicadora, incontrolable, primitiva que, al ruido de tam tams y selva, se apresta a dominar el mundo.

Desde Burton, el explorador de los años de 1800 y tanto, resuenan para los investigadores sus palabra estupefactas: “En Somalia medí el pene de un hombre que cuando flácido alcanzaba seis pulgadas (apx. l5 cms-). Esta es una característica de la raza negra…”.

Palabras, sin embargo, Hasta hoy los argumentos blancos han perdido incluso la sinceridad del asombro.

James Baldwin, el novelista negro, citado por Ellis, desarticula con violencia el mito:

“Los blancos, que durante tanto tiempo han hecho lo que han querido con la mujer negra, han inventado toda esta historia, porque como temen el desquite, no quieren que yo entre en la cama de la mujer blanca… Pero si tú vas por ahí diciéndoles a tus mujeres que se mantengan alejadas de mí porque soy sexualmente más potente… tarde o temprano tendrá que suceder lo que ha sucedido en el Sur: algunas blancas que están histéricas porque la han descuidado o porque las acosa un fuerte deseo, gritan al verme: ‘Viólame’. Toda su insatisfacción se proyecta sobre mí, pues el blanco las ha asegurado que yo soy mejor que él en la cama… Si sabes cómo hacer el amor, o si estás enamorado de alguien, el tamaño de tu miembro no importa. Lo que aquí ha sucedido es que el blanco norteamericano se ha visto atrapado en una especie de competencia adolescente fantásticamente extraña: te apuesto a que yo lo tengo más grande que tú.”

Que sea dura y que dure

No son sólo los mitos, empero. ¿Cómo poder encontrar las palabras convincentes que exorcicen las preocupaciones? Se ha dicho, y ya no suena sincero por desgaste, que es ésta una cuestión intrascendente y sobran las anécdotas. Las hay tan tiernas como las que refiere Williamson, respecto a uno que perdió gran parte de su falo en accidente y su muñón obró el milagro de la felicidad conyugal, con muchos hijos inclusive, y que tienen su contrapartida en las historias dolorosas de macrofalos abriéndose paso a costa de lesiones y dolores en la cavidad vaginal. Extremos ambos que, aunque posiblemente ciertos, hacen al obsesivo la impresión de la palmadita médico-paternal, de un “es cáncer pero tiene remedio”.

Es que, entre el jolgorio de los que se resignan, aprenden y combinan las técnicas, lectores de manuales remozados y aun de los que con risas de payasos acuñan esa noción del “pequeño y travieso”, están los del apremio permanente, candidatos al fraude, a las pomadas rejuvenecedoras, a las inyecciones de hormonas o de silicones, al corte ligamentos o al uso de prótesis o aparatos cuyo único mérito será destruir la tan temida diferencia. Será el agosto para los charlatanes y los inventores de penes de hule, eléctricos, manuales o nucleares; de maquiavélicos tubos o brasieres engañosos; salvavidas de estafa que muy pronto descubren su calidad de malos mensajeros de esperanzas.

¿Cómo decirles, en realidad, a los angustiados que no es lo mismo aceptar lo que se tiene en la genitalidad que resignarse en otros campos, por ejemplo, la pobreza? Aquí si caben rebeldías, puños en alto, la voz potente de los débiles; allá no hay otra cosa que extrañas, definitivas, y sólidas mezcolanzas de genes que se entrecruzan y van definiendo cada rasgo con una precisión irremediable y sabia. Que no hay remedio ahí porque lo cierto es que tampoco hay enfermedad, sino precisamente humanidad, diversa, abundante en lo uno, escasa en lo otro, rica en variación.

Y el problema, además, no es sufrir sino gozar de la genitalidad, aprendiéndola incluso desde las aparentes desventajas, viviéndola en el máximo de su maravilla, aún sin tener ese máximo.

Avivar ese eslogan de la prostituta que menciona Denegri, historia inmejorable:

“Como decía una vieja prostituta, mujer culta y hasta medio filósofa (que pocas hay así ahora): ‘Hijo mío, recuerda que lo importante no es que el pene sea grande o pequeño, sino que esté duro y que dure’.”

¿Para qué más?


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