El placer de la mística

En verano, las noches suelen ser bastante calurosas, pero no recordaba ninguna que lo hubiese sido tanto como aquella…

Como de costumbre, estando de vacaciones, me acostaba de madrugada, pero aquel día mis padres se habían marchado de casa, por ello, cené pronto y me fui a la cama. No podía dormir, así que puse la tele, pero no había nada interesante; después recordé que todavía no había escuchado el nuevo CD que me habían dejado la semana pasada, y lo puse en la mini cadena del lado de la cama, con un volumen muy suave. Cerré los ojos. Mi cabeza se empezó a llenar de imágenes, pensamientos eróticos, fantasías… Yo no quería, luchaba por ahuyentarlos con todas mis fuerzas, pero me dominaban. Y eso me gustaba.

De repente me puse a pensar en las últimas clases de literatura que dimos antes de acabar el curso. Habíamos hablado sobre la mística y ese tema me tenía intrigada. No se podía tratar sólo de la unión de un sacerdote con Dios. Lo que describían aquellos versos que leímos, era un placer inmenso, más allá de todo lo terrenal.

Entonces fue cuando decidí saciar mi sed. Iba a descubrir el secreto… Me levanté de la cama y salí a la calle. Levaba puesto el camisón de verano; no era mucho más que unos trozos de tela blanca que la brisa hacía serpentear dócilmente. No me importaba. A esas horas, nadie había por la calle ya, y al lugar que me dirigía, no estaba muy lejos. Finalmente llegué. La puerta estaba entreabierta y solo me hizo falta empujarla suavemente para poder entrar. Una vez dentro, me sorprendí. Nunca había visto algo tan bello. Todas las velas estaban ardiendo, y su cálida luminiscencia vislumbraba el difuso corredor con sus correspondientes bancos de madera a cada costado. De entre las sombras, asomaban figuras de santos crucificados y de vírgenes atormentadas por el sufrimiento. Todos aquellos rostros parecían observar todos y cada uno de los movimientos que hiciese. Yo contemplaba admirada aquel espectáculo cuando mis ojos se detuvieron al fondo del pasillo. Allí estaba el crucifijo mayor. Fui hacia él y me paré enfrente. Me senté sobre mis rodillas, en uno de los cojines que había y cerré los ojos.

Relato erótico - "El placer de la mística"

No recuerdo cuanto tiempo estuve en aquella posición, pero aquella luz, aquel perfume a cera tan característico… la situación en si, me tenía en un estado de embriaguez tal, que no escuché como unos pasos se me acercaban por detrás, muy despacio. De repente alguien me rodeó el cuello con sus manos. No sabía que hacer, pero sus movimientos eran tan dulces que mantuve mis ojos cerrados… Alcé la cabeza y dejé que me acariciara suavemente. Él aceptó mi insinuación. Se acercó y se arrodilló detrás de mí. Sentí que le gustaba, que estaba igual de excitado que yo. Luego retrocedió y me empezó a quitar el vestido. Deslizó los tirantes por mis hombros y lo dejó caer lentamente. Sentí que sus manos ascendían por mi espalda y volvían a bajar, pero esta vez por delante. Su respiración se aceleraba y el calor de su aliento penetraba en mi nuca. Sus manos gozaban de la inocencia de todo adolescente que toca por primera vez a su chica. Con una ternura asombrosa separó suavemente mis piernas, y fue acariciando mis muslos hasta arriba. No me pude contener y de muy dentro de mi, salió un suspiro producido por esa gran ola de placer que acababa de recorrer todas y cada una de las partes de mi cuerpo.

Ya no podía más, nunca me había sentido de aquella forma. Despacio, me volteó, y me recostó sobre aquel cojín. Me besó. Sus manos sostenían mi rostro mientras nuestras lenguas se entrelazaban con tal pasión, que parecían fundirse.

Pero… que estaba haciendo, quien era él, que hacía allí conmigo… En aquellos momentos me venció la curiosidad y abrí los ojos. Él paró de besarme al instante. Nuestras miradas se cruzaron. Me sonrió. Ya no me importaba quién fuese. Para mí, era un ángel, mi ángel de la guarda.

Me dejó suavemente la cabeza sobre el cojín y descendió de nuevo. Sus dóciles masajes se alternaban con los roces de su lengua sobre mi pecho, mi vientre… me despojó de la poca ropa que me quedaba y, separándome las piernas de nuevo, empezó a jugar…

A partir de ese instante, el tiempo se detuvo y el mundo giró solo a nuestro alrededor. Aquella noche, todas mis fantasías empezaron a tomar forma, envueltas de caricias, juegos, jadeos… Descubrí un lado que no conocía de mi, me descubrí a mi misma, pero sobretodo comprendí algo que jamás podré olvidar; el placer de la mística.



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