Estimados y queridos (algunos deseados) varones, me siento con la confianza suficiente para hablarles directamente a ustedes, miles de hombres hambrientos de mujeres apasionadas, liberadas y, por cierto, desinhibidas.

El tema que quisiera tocar trata de dos zonas erógenas hermanas que, a veces, creo que ustedes pasan por alto, o demasiado rápido.

Hablo de las pechugas, pechos, tetas, senos, mamas, delantera…

Piensen en ellas, todo el día encerradas, unas más apretujadas que otras, en satén, algodón o lycra. Y cuando llega la hora del juego amoroso, son liberadas y esperan atención y cariño. Ahora, no se confundan. Las pechugas no son como los niños, donde a alguien se le ocurrió (la tontería) de que más vale calidad que cantidad. ¡Patrañas! Ellas necesitan no sólo calidad sino que gran preocupación.

Se preguntarán, “¿Qué le dio a esta loca?” Pues bien, caballeros míos, les contaré. He tenido experiencias fabulosas con ellas. Siempre consciente de la sensibilidad que tengo (y todas tenemos) por esos lares, me hicieron probar una técnica nueva. No sé si entrar en detalle, pero el asunto es que gocé como poseída por el demonio. A todo esto se añade que he recogido muchas quejas, incluyendo las mías, por la minimización que le dan ustedes, queridos míos, a nuestros senos.

Reflexión abierta a los varones

A veces, nosotras tenemos la sensación que pasan por ahí como si fuera un pago de peaje a fin de avanzar a las profundidades más escondidas de nuestros cuerpos. Lo que está muy bien, no los critico. Pero sería de gran ayuda, para aumentar el placer, detenerse unos instantes más en las lomas del Edén. Al final, señores ingenieros, el costo alternativo es mínimo. Un rato más y obtendrán mujercitas convertidas en fieras.

Acaricien, soben, muevan.

Apliquen calor (besos bien jugosos) y después frío (si no tienen hielo a la mano, soplen). Pellizquen, muerdan, aprieten, junten, separen. Es fundamental el área del pezón. Muchos de ustedes piensan que con un apretón a mano llena basta, y siguen a toda velocidad al destino final. ¡No, pues! Deténgase en la aureola, mírenla, conózcanla, eréctenla.

Una vez estuve con un señor que apenas me las miraba. Y cuando lo hacía, pasaba de largo. No sabía cómo expresarle mi descontento: La vergüenza era más fuerte. A veces intentaba enviarle el mensaje in situ. Lo acurrucaba, le sujetaba la cabeza en el lugar y le susurraba cuánto me gustaba. Ahora me pregunto si tendría alguna deficiencia porque, pese a todos mis esfuerzos, no acusó recibo.

Espero que esto no suene a una lección académica, pero, ¿sabían ustedes que las mujeres tenemos una pechuga más sensible que la otra? Un simple, “¿en cuál te gusta más?” basta para informarse y llevarnos cerca del cielo.


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