Manos de pianista

Lascivia y goce inician el ritual de la carne alrededor del piano…

Son recuerdos que, ahora, precisamente en este momento, cuando miro a Francisca, me vienen a la mente.

Fue hace mucho tiempo.

Yo estaba a unos pocos días de cumplir diecisiete años.

Aparentaba más edad de la que tenía. Era alta, esbelta, con figura de modelo o estrella de cine, de cara larga y facciones angulosas que, según decía la gente, parecían talla de escultura, con ojos de un verde oscuro, un verde luminoso que aquella tarde parecía derramarse compartiendo sus tonos con el vestido nuevo que llevaba.

Como era costumbre, me miré en el gran espejo de la sala de piano, con la alegría de saberme bella. Una y otra vez descubría que aunque mi boca era un tanto grande y carnosa, al reír se convertía en algo pleno de sensualidad y atractivo, con una hilera de dientes perfectos por su tamaño y blancura, que contrastaban con mi tez muy morena. Veo todavía mi cuello largo que dejaba al descubierto a propósito, peinada con una melena naturalmente ondulada con tono rojizo.

Mi absorta contemplación se deslizaba subrepticia hacia los pechos erectos y opulentos, con pezones que palpitaban, estremeciéndose ante el roce más ligero, porque para escándalo de todos no me gustaba ya usar sostén ni cubrirlos demasiado. Supe, además, que les fascinaban a los hombres, que donde quiera que fuese los miraban abierta o disimuladamente.

En una ocasión, semanas atrás, había dejado que Roberto, mi primo, los palpara. Fue un instante tan sólo, porque me aterró su actitud: el resuello desagradable, su torpe ansiedad, la prominencia que comenzó a abultar sus pantalones.

Prefería otras cosas.

Por ejemplo, las caricias de Rosa, mi maestra de piano.

Era una mujer muy especial, de 40 años, hermosa y de apariencia adusta, que empezó a impartirme clases cuando yo era muy joven.

Al cabo de un tiempo, y luego que fuimos intimando, adquirió el hábito de acariciarme. Juntas en la banca del piano, ella recorría a veces mis muslos con sus manos de largos dedos.

Yo me sometía complacida a esos juegos, con la vaga sensación de que me internaba en un camino prohibido o de pecado. Pero me fascinaba.

Meses atrás, una tarde sumamente calurosa en que el agobiante calor de Monterrey se encerraba en la pequeña sala ella, que tenía apoyada una de sus manos en mi rodilla, descubrió unas gotas de sudor en mi cuello. Lo comentó suavemente, con una voz que no le conocía. Después, se inclinó hacia mí y con su lengua limpió aquellas impertinentes gotas. Invadida por una sensación inefable de gozo, con violentas e indefinibles reacciones que brotaban de cada rincón de mi cuerpo, permanecí inmóvil, procurando catalogar la consistencia de ese órgano que dulcemente me exhortaba a la pasión.

Más tarde, no sé cuántos segundos o minutos, volví la cabeza y permití que me besara. Lo hizo con ternura, mordisqueando mis labios, bebiendo mi saliva, para luego entrelazar su lengua con la mía. Era mucho mejor que lo que había conocido con los muchachos del barrio; más delicado, menos urgente, más profundo.

Nos besamos durante mucho rato. Luego, se separó de mí y me dijo:

– Me vuelves loca…

Yo no respondí. Con los ojos entrecerrados, la oí alejarse y abandonar la casa.

En los meses que siguieron, continuamos nuestro escarceo, que se fue haciendo cada vez más apremiante. De los besos pasamos a las caricias; yo, pasiva, soportaba el enervante roce de la yema de sus dedos por mis pezones y mis intimidades.

Sin embargo, algo nos frenaba y no nos atrevíamos, ninguna de las dos, a consumar lo que tanto anhelábamos.

Hasta ese día que hoy rememoro.

A través del espejo, vi a Rosa acercándose hacia mí. Venía con ánimo decidido, tensa, con esa seriedad resuelta que otorga el deseo asumido.

La casa estaba sola. Mi madre y mi abuela habían salido. Reinaba un silencio absoluto en el que ni siquiera se oían los pasos de Rosa.

Me mantuve en el mismo sitio, viendo como en una película el reflejo del momento en que la ávida boca de Rosa se apoderaba de mi cuello y sus manos de mis pechos, que vibraban de ansia sensual.

Temblé de placer cuando ella empezó a desabrochar mi vestido y lo fue bajando lentamente, y gemí de deseo al quedar espléndidamente desnuda, con mi sexo húmedo y expectante.

De rodillas ante mí, Rosa realizó el homenaje que yo aguardaba desde hacía tantos días. No podía creer que era posible gozar tanto, primero con el frotar leve de esos dedos de pianista que marcaban las notas de la lujuria en el reborde cubierto de vellos ralos y que poco a poco avanzaban hacia el interior, resbalando por el néctar precioso que favorecía su entrada; después, en el arpegio de una boca voraz que indagaba por el botón del amor, hambrienta y succionante.

A instancias de ella, fui cayendo y, en el suspiro interminable de un clímax extenso que me sobrecogía, de espaldas ya en el suelo, la vi arrancarse las ropas, casi con ira, para imitarme, con su desnudez madura, en la entrega, donde yo, inexperta en un principio, iba repitiendo cada vez con más seguridad, en su cuerpo, las caricias recibidas, llegando a sus más húmedos secretos con mi lengua, intrusa serpiente que degustaba golosa sabores desconocidos y excitantes que manaban como de una fuente prodigiosa.

El placer intenso, que se renovaba y multiplicaba una y otra vez, culminó un par de horas más tarde, cuando agotadas de experimentar posiciones novedosas, caímos sin aliento, la una sobre la otra, frotándonos todavía en espasmos que gradualmente se iban extinguiendo, al igual que ese sol regio montano, perdiéndose en la mágica montura del Cerro de la Silla.

Por muchos meses el amor y la pasión iluminaron las clases de piano hasta una tarde desgraciada en que recibí el doloroso mensaje de su partida.

Yo tenía ya 19 años, edad de bodas en mi familia, que me obligaba a mantener un romance con el que habría de ser mi marido por espacio de un lustro.

Sin denotar la tragedia que bullía en mí, propicié las circunstancias que apresuraron mi unión legal, destino casi inevitable para una joven provinciana con escasos recursos a la que su amante clandestina había abandonado.

En la monótona trayectoria de un matrimonio desprovisto de emociones, mi abuela y mi madre nos dejaron para siempre. Un año después, mi marido, acaso entre la bruma del desamor, corrió con la misma suerte.

Viuda, viviendo sólo de nostalgias, regresé a la casa familiar y, al cabo de un tiempo, los apremios económicos me llevaron a crear una academia de piano.

Tuve éxito.

Niños y adolescentes de la mejor sociedad regio montana me distinguieron con su preferencia, y aun extranjeros acaudalados como el padre de Francisca, la chica de 15 años que precisamente ahora se está contemplando en el espejo.

Su postura me ha traído los recuerdos, un aluvión, inyectándome el entusiasmo del que no me sentía capaz desde hace mucho. El cuerpo esbelto y tierno de Francisca se mece como un junco frente a la luna bruñida de ese espejo, lago insondable que guarda los misterios de mi iniciación.

Es un cuerpo dócil, fresco, que he acostumbrado a caricias muy tiernas mientras tocamos a Schubert; cuerpo que no rechaza la búsqueda ansiosa y recóndita, que sabe responder.

Me veo avanzar hacia ella, que está inmóvil y a la espera.

Veo mi cara unirse a la de ella, que sonríe a mi sonrisa.

Repentinamente, vislumbro las pequeñas gotas de sudor deslizándose por su largo cuello.

Entonces, mi lengua no puede contenerse y salta desde su cálido encierro, para atraparlas.

Ella se retuerce y me deja hacer.

Después, nuestras bocas se aplastan en un beso infinito.

Antes de recobrar todo el pasado, en este deslumbrante presente, en los cuerpos que inician el ritual vertiginoso de la carne, pienso en el destino y en el ciclo de Eros, que enigmático, repite el contrapunto de la lascivia y el goce.



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