El juego de la llave, intercambio de parejas

Esa noche, con su lengua ávida buscó las zonas más íntimas de Pedro, liberándolo de prejuicios y temores.

– ¿Y podremos empezar de nuevo?- preguntó.

Ella revolvió la cucharilla en la taza de café y dijo:

– La verdad, no sé.

Estaban en un pequeño restaurante de la zona comercial. Hacía calor. El le tomó la mano.

– ¿Fue duro, no?

Ella asintió y, por primera vez, en varios meses, recuperó de nuevo la historia completa, como si fuera una película donde cada personaje hacía su papel de acuerdo a ese guión tan memorizado.

Pedro y Catalina estaban muy contentos de haber encontrado una casa tan bonita para cambiarse. Desde que se casaron, tres años antes, vivían con los padres de él y ahora, por fin, llegaban a la plena independencia.

El lugar era paradisíaco. Se situaba prácticamente en el centro de la ciudad, pero en un sorprendente rincón, oasis de vegetación y tranquilidad. La casa la descubrieron por casualidad, un domingo que paseaban sin rumbo fijo. Se emplazaba dentro de un condominio, flanqueada por otras cinco casas, en un espacio circular, con un hermoso jardín, al centro del cual brillaba el agua fresca de una gran alberca azul.

Y todo fue como un sueño: hablaron con el encargado, cerraron el trato y seis días después se cambiaron, instalándose a pleno gusto. En el condominio sólo cuatro de las casas estaban habitadas permanentemente. Pronto Pedro y Catalina empezarían a conocer y frecuentar a los vecinos y a enterarse de sus peculiaridades. Vivían allí cuatro parejas jóvenes: Irene y Carlos, Noemí y Alberto, que tenían un bebé; Carmen y Sergio, y Marta y Luis. Eran amables, alegres, despreocupados y hospitalarios, tanto que, a poco de llegar, les ofrecieron una fiesta de recepción, en la que estuvieron presentes otras parejas que sólo venían los fines de semana, y amigos de algunos de ellos.

En esa fiesta no ocurrió nada especial: comieron, bebieron, bailaron, nadaron y, sobre todo, profundizaron los nacientes lazos de amistad. Así transcurrieron las siguientes semanas. Inevitablemente, después de aquella fiesta de convivencia, comenzaron a visitarse, a reunirse de manera informal y a comer muy a menudo juntos.

Fue María, una de las chicas, la que le hizo a Catalina un adelanto enigmático de lo que ahí sucedía. Le dijo:

– Aquí queremos compartirlo todo, incluso lo que entre burgueses no se comparte.

Y, a las insistentes preguntas de Catalina, acabó contándole todo:

– Mira – reveló. Lo que ocurre es que aquí hacemos cambios de pareja. Creemos que eso nos ayuda en nuestros matrimonios. Hasta ahora todo ha ido muy bien y nadie se queja. Vivimos el sexo fabulosamente, seguimos con nuestras respectivas parejas y cada día aprendemos más sobre el erotismo.

Catalina quedó estupefacta.

De un golpe comprendió muchas cosas extrañas que había percibido: miradas cómplices entre sus vecinos, gestos clandestinos y caricias nada furtivas y bastante audaces entre los integrantes del grupo.

Se lo contó a Pedro y ambos se divirtieron mucho, superado ya el escándalo inicial. Muy pronto, llegaron inclusive a conversar con sus vecinos acerca de la situación. Muy pronto, también, éstos empezaron a incitarlos a participar.

En un principio, su rechazo fue tajante. No obstante, al cabo de un tiempo, la curiosidad había prendido en ellos, sobre todo, porque impedidos de participar, solían ser testigos de fiestas a las que no eran invitados y donde, suponían, se concretaban los cambios.

Poco a poco, las barreras se rompieron. Gradualmente se fueron haciendo más tolerantes y acabaron pensando que la experiencia podía ser útil para sus relaciones, que si bien no habían decaído aún, tendían a volverse rutinarias.

Un día, después de algunos meses, aceptaron una invitación de María para un evento en casa de Carmen y Sergio. Les dijeron que, por ellos, el plato fuerte sería el juego de la llave.

– Es un juego muy pícaro – comentó la anfitriona y sonrió enigmática.

La fiesta se inició temprano el día planeado. Comenzó con un asado al aire libre y continuó con baile. A la medianoche estaba en todo su esplendor. La música era estupenda, corría el licor y todos se veían cómodos y contentos.

María anunció entonces el juego de la llave. Todos se congregaron en derredor suyo.

Noemí le explicó a Pedro y Catalina en qué consistía el juego: simplemente se reunían las llaves de las casas de los asistentes en una bolsa, se revolvían y los varones las sacaban por turno. La llave escogida determinaba la pareja que les correspondería esa noche a cada quién.

A Sergio, el primero en jugar, le tocó la llave de la casa de Irene y Carlos. A Carlos le correspondió la de la sensual Noemí. Y así fueron sorteándose. Cuando Pedro escogió la llave que le asignaba a María como pareja, Catalina estuvo a punto de desistir. Sin embargo, se contuvo. En ese momento, a gritos, alguien pronunció su nombre. Le tocaría Alberto.

Relato erótico - "El juego de la llave, intercambio de parejas"

Bailaron todavía un poco más y, cerca de las dos de la madrugada, las nuevas parejas que el azar creó comenzaron a abandonar la fiesta. A Catalina no le desagradaba Alberto. Era un muchacho alto, musculoso, tostado por el sol. Y se dejó llevar. Antes de salir, vio cómo Pedro y María se besaban ardientemente. Pero no le importó, porque el alcohol que había ingerido en abundancia, la ayudó a controlar sus celos y a aceptar la experiencia con todas sus implicaciones.

Catalina llevó a Alberto hasta la recámara. Le ofreció una copa y puso música. Dulcemente le preguntó si quería ver una película de Hamilton, el famoso fotógrafo norteamericano. El accedió. La película era de un suave erotismo, con largas secuencias en que jóvenes muchachas acariciaban sus cuerpos al aire libre, en el marco de un paisaje paradisíaco.

Recostada en los cojines de la cama, Catalina recibió con naturalidad las expertas caricias de Alberto y, casi sin transición, se sintió ansiosa de ir más lejos. La película apenas comenzaba cuando ambos ya estaban completamente desnudos, entregados a una cópula febril.

Después, continuaron haciendo el amor toda la noche, en la que Catalina materializó todas sus fantasías, especialmente las orales, que Pedro solía rechazar. Ahíta de sexo, se durmió al amanecer.

Paralelamente, Pedro había gozado de la explosiva personalidad de María que era una mujer absolutamente liberada y curiosa. Esa noche, con su lengua ávida buscó las zonas más íntimas de Pedro, liberándolo de prejuicios y temores. Acabaron en el jacuzzi, ensayando extravagantes posiciones hindúes. No durmieron porque, muy tarde, Pedro experimentó algo diferente, cuando ella, con un enorme pene vibrador, lo penetró analmente.

A las ocho, desayunaban en el amplio comedor de la casa y una hora después él volvía al hogar. Su reencuentro con Catalina fue tranquilo, después de un breve momento de desconcierto. Conversaron la situación y descubrieron que se sentían bien, sin culpas ni remordimientos. Por delicadeza, no comentaron lo hecho ni sus detalles, pero dieron por superado el incidente. ¿Repetirían la experiencia? Quedaron de acuerdo en que la aceptarían siempre y cuando ambos tuvieran una gran disposición para ello y estuvieran seguros que lo de esa noche no dañó su relación de pareja.

En los días siguientes, Catalina y Pedro vivieron una especie de renacimiento de la actividad sexual conyugal que, ahora, se enriquecía con nuevas prácticas y nuevas exploraciones. Eso los decidió a aceptar una nueva invitación que, para ellos, fue más agradable que la anterior. A Catalina le correspondió con Sergio, un hombre maravillosamente dotado por la naturaleza, muy seductor. Pedro disfrutó de la compañía de Irene y de enervantes juegos sadomasoquistas que la mujer dominaba como una maestra.

Seis meses más tarde la pareja había completado el ciclo con todos los vecinos, en gratas experiencias heterosexuales y bisexuales. Pero comenzaron a suceder cosas perturbadoras:

“Una tarde, Catalina llegó a casa antes de la hora usual y se encontró con Pedro y Alberto entregados a una felación mutua y febril. Hubo recriminaciones y llantos. Y, luego, algo peor: el médico le informó a Catalina que estaba embarazada.”

Para la pareja, la noticia fue como un balde de agua fría. De un golpe, toda su tranquilidad se desvanecía. Ahora, las dudas sobre la paternidad aparecían como el castigo de esas extravagantes conductas.

Pero no fue todo, porque pasaron otras cosas en el condominio. Carlos se enamoró de María y huyó con ella. Noemí intento suicidarse, enamorada sin remedio de Sergio. Alberto y Luis se liaron a golpes por Irene y acabaron sometidos a un proceso judicial, que los arruinó. De un golpe, todo ese mundo de experimentaciones se empezó a derrumbar.

En noviembre, a menos de un año de haber llegado al condominio, Pedro y Catalina, cada uno por su lado, regresaron a casa de sus respectivos padres. Ella, con un hijo. El, con recuerdos.

No se veían desde entonces.

– ¿Entonces? – inquirió él– ¿Tendremos esperanzas?

Ella bebió un sorbo de café.

La voz de Luis Miguel recordaba el viejo bolero.

“Amor, amor, mucho amor”.

Miró al hombre a los ojos. Le pareció ver una lágrima allí.

– No sé – dijo.

Hacía más calor y el bullicio de la calle se iba apoderando del local semi vacío.



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