En los últimos 25 años, la expresión homosexual en el cine o la creciente visibilidad de una minoría sexual a través de la pantalla, ha conocido cambios formidables.

En 1978, se estrenaba en Francia “La jaula de las locas”, de Edouard Molinaro, un éxito instantáneo que años después, en 1996, Hollywood propondría en versión local con Robin Williams en el estelar, con un éxito ya menor y una calidad más deficiente aún que la versión original.

De 1978 a nuestros días, sin embargo, todo ha cambiado. En el ámbito social e incluso en las legislaciones, la percepción de la homosexualidad apenas corresponde a los estereotipos que manejaba aquella jaula de locas y que tanto tranquilizó el ánimo de quienes quisieron desactivar la subversión de las conductas, mofándose del comportamiento de los parias sexuales, de los disidentes a pesar suyo, de los que nunca aprendieron a disimular el ángulo de sus predilecciones.

El cine: 25 años de visibilidad gay

Los conservadores añoran hoy a los viejos radicales de los años setenta. El cine gay era entonces alusión a las pasiones prohibidas, a los hábitos inconfesables, era los atisbos a la periferia del exotismo sexual. Su otro amor, La consecuencia, El año de las trece lunas y “Las lágrimas amargas” de Petra von Kant eran, cada una a su modo, crónicas de la marginalidad, recuentos de la vida cotidiana en los territorios de lo anormal. Películas de cine club.

De esta manera, el cine gay a finales de los setenta oscilaba entre la farsa auto-denigratoria (divertir a las mayorías para acceder mínimamente a la visibilidad) y la expresión marginal, casi clandestina (ampararse en la calidad artística para acceder un poco a la credibilidad). Fassbinder, Almodóvar y Visconti eran no sólo cineastas gays, sino talentos universales. Los conservadores, los homófobos declarados o vergonzantes, tenían muy clara la línea divisoria entre lo normal y lo aborrecible.

A partir de los años ochenta y con el impulso de una liberación gay presente ya en todos los ámbitos de la creación artística, esta línea divisoria que tanto apaciguaba a las buenas conciencias comenzó a desdibujarse.

La censura comenzó a dar signos de fatiga y de inoperancia en varios países. En la Inglaterra de Margaret Thatcher, por ejemplo, surgió un cine extraño, literalmente, un cine queer, con nombres como Derek Jarman y Stephen Frears.

Temáticamente, el cine gay abría incesantemente perspectivas nuevas en toda Europa y, en no menor medida, en Estados Unidos.

Era el caso de España, con Pedro Almodóvar, por supuesto, y Eloy de la Iglesia y Ventura Pons; y el de Francia, con la revelación de André Techiné y sus Inocentes, y de Patrice Chéreau y su Hombre herido.

En Estados Unidos surgía, en los noventa, una generación de jóvenes cineastas queer, con el Gregg Araki de The living end, y el Todd Haynes de “Poison”, a la cabeza. A la lista habría que añadir el cine del canadiense John Greyson y sus Endebles, y muchos productos más del cine independiente.

El cine mexicano

No tendría mayor caso prolongar la lista de directores y películas gay con distribución y visibilidad muy limitada en México. Baste señalar que una de las mayores dificultades para que en México se produzca una renovación temática similar, que incluya a la expresión homosexual, ha sido precisamente la formación insuficiente de guionistas y cineastas, cuyo interés suele concentrarse en la aspiración a una excelencia formal que a menudo se desentiende de la originalidad narrativa.

En otras palabras, el cine gay pareció por largo tiempo, a los ojos de nuestros realizadores y de las escuelas que los formaban, una excentricidad escandalosa apenas digna de tomarse en cuenta. Se relegó, en lo posible, al cine de Jaime Humberto Hermosillo, el director más conspicuo de esta sensibilidad gay, y en su lugar la cartelera se llenó de sexicomedias abiertamente homófobas en las que el gay era invariablemente modisto, peluquero, pusilánime, chistoso y grotesco, o todas esas cosas a la vez.

Si alguna cinta cabe retener al lado de Doña Herlinda y su hijo o de “Las apariencias engañan”, ambas de Hermosillo, es “El lugar sin límites”, de Arturo Ripstein, notable radiografía de la homofobia en el ámbito rural mexicano. Y muy recientemente los retratos urbanos y las obsesiones pasionales en los cortos y largometrajes de Julián Hernández y Roberto Fiesco. Su cinta más reciente, “Mil nubes de paz cercan el cielo, amor, jamás acabarás de ser amor”, conquistó, en tanto película gay, un premio en el pasado festival cinematográfico de Berlín.

El cine: 25 años de visibilidad gay

El México de hoy

Si en México el gay ha alcanzado una mayor visibilidad en los medios, una presencia más significativa, esto no se lo debe precisamente al cine nacional, donde ha sido casi siempre el gran rechazado. El público mexicano de cine se ha familiarizado con representaciones positivas de lo gay sólo a partir de la difusión creciente de cine extranjero con esa temática.

De igual modo, la presencia de personajes gay en las telenovelas es derivación de lo que se produce desde hace más de una década en teleseries estadounidenses o en telenovelas brasileñas, pues al parecer resulta más fácil convencer a los productores de televisión de los beneficios comerciales de una actualización temática, que a los productores de cine, renuentes todavía a romper con los tabúes sexuales.

“Adiós a mi concubina”, “Jóvenes corazones gay”, “Mi camino de sueños”, “Fresa y chocolate”, “Priscilla, reina del desierto”, “Beautiful Thing”, “Philadelphia”, “Juntos para siempre” y “Happy together” son sólo algunos de los títulos extranjeros que se han integrado no sólo a la vivencia de cinéfilos gay, sino a la educación sentimental de innumerables espectadores en México. Muchas de estas películas han sido también la crónica puntual y emotiva de la catástrofe del sida y de sus saldos aún inestimables.

Esas crónicas apenas existen en el cine mexicano, tan absorto en el tema de la crisis de pareja, o en explotar tres años seguidos la problemática de los niños de la calle, tan embelesado también con la comedia light y sus gratificaciones en taquilla, o en dramas sociales hoy tan retóricos y solemnes como hace treinta años.

Sucede algo paradójico: la visibilidad gay en México se da primordialmente en las calles, durante las concentraciones gay, se da en una telenovela donde los amigos defienden la opción sexual de un compañero, mientras cuestionan los prejuicios imperantes; se da en el teatro, donde en una semana pueden sucederse hasta cinco estrenos, ajenos muchas veces a un criterio de calidad, portadores sin embargo de mensajes positivos sobre la tolerancia sexual.

Recuérdese la larguísima temporada de una obra de Gonzalo Valdés Medellín: A tu intocable persona; el éxito radiofónico de Noches de Babilonia, de Tito Vasconcelos; los debates televisivos en Taller de sexualidad, del canal 11 (programa conducido primero por Verónica Ortiz, luego por Sylvia Covián); la multiplicación de publicaciones gay, la permanencia de casi dos décadas de la Semana Cultural Lésbico-Gay, el foro de diversidad sexual organizado en este mismo sitio en 1999, la magna concentración en el Zócalo en el año 2000, recuérdese todo eso y se buscará inútilmente un mínimo reflejo de esa dinámica progresista en el cine mexicano reciente.

En la década de “Juntos para siempre” y del film francés “Las noches salvajes”, cintas emblemáticas sobre el SIDA, en nuestro cine la cuestión se aborda, característicamente, es decir, a través del humorismo fácil (¡Qué chistosos son los seropositivos!) en la cinta “Sólo con tu pareja”, de Alejandro Cuarón, o del exceso melodramático, moralizador desde el título, “Amor que mata”, película de Valentín Trujillo con guión de Vicente Leñero.

Una excepción es la cinta de Gabriel Retes, “Bienvenido-Welcome”, pero el tema ahí es sólo tangencial. La constatación es inmediata: el cine nacional ha sido capaz de derribar últimamente los tabúes en política y religión al hablar explícitamente de la corrupción que domina en ambas esferas (“La ley de Herodes” y “El crimen del padre Amaro”), y sin embargo no se atreve aún a abordar de frente el tema de la homosexualidad, a derribar el tabú más persistente, y también el más absurdo en tiempos de globalización y mercantilización instantánea.

Basta considerar la presencia cada vez mayor de protagonistas gay en series de televisión por cable, en telenovelas brasileñas y mexicanas, en festivales de cine alternativo, en comedias estadounidenses o europeas.

Basta observar el descrédito de la homofobia, una actitud que desde hace años dejó de tener rentabilidad en taquilla, y la emergencia y persistencia de temas como las sociedades de convivencia y el matrimonio gay en las agendas políticas de tantos países, la consolidación también de un mercado gay (hombres solteros profesionistas, figura mágica del consumo garantizado), toda esta realidad cambiante, vuelve cada vez más obsoleta la renuencia de productores y realizadores para abordar el tema de la diversidad sexual.

Epílogo

Los conservadores añoran hoy a los viejos radicales de los años setenta. Los militantes de Pro-vida y grupúsculos similares, membretes como la Asociación de Padres de Familia, ya no temen a los furibundos militantes de antaño, a los enemigos del orden y de la familia. La derecha siempre alegó que si los homosexuales no podían desaparecer de la faz del planeta, al menos debían adecentarse. Su máximo temor, para estas fechas, es que efectivamente hayan comenzado a hacerlo.

Muchos gays y lesbianas de las nuevas generaciones ya no se presentan como seres marginales, opositores acérrimos de la moral tradicional y del orden establecido. La salida del armario (clóset) no representa ya algo terrorífico, sino apenas un tema más de conversación.

Sus nuevos reclamos son de orden jurídico y tienen que ver con derechos inauditos para la derecha: casarse, o formar al menos una sociedad de convivencia, y eliminar todo tipo de discriminación y estigma; ya ni siquiera reclaman la visibilidad, pues esta se ha conquistado ya, y continuamente crece.

La pesadilla de muchos conservadores pareciera ser un nuevo ordenamiento de la moral pública, en el que ellos mismos se lleguen a sentir marginales. Una normalización de lo que antes parecía ser subversivo. Esta fantasía recorre la obra de varios cineastas gay contemporáneos, que confunden sus ficciones con las ficciones de las mayorías, y de igual modo sus aspiraciones de bienestar y placer, y esto será probablemente la base de las teleseries que seguirán a Queer as folk y parte de las nuevas representaciones de la homosexualidad en la televisión y en el cine. A medida que se precisan estas transformaciones a nivel mundial, es lamentable constatar el rezago de más de treinta años que en la materia sigue manifestando el cine mexicano.


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